El inicio del segundo mes del año marcó una suerte de yuxtaposición de agendas de enorme intensidad: Sólo algunas horas después de decretada una de las más graves emergencias nacionales de los últimos años, con devastadores incendios en la Quinta Región del país que dejaron una estela de devastación de decenas de kilómetros y más de 130 muertos, fallecía a los 74 años, en un evitable accidente de helicóptero, el ex presidente de la República, Sebastián Piñera Echeñique.
Tras su muerte, la cobertura de los medios de comunicación hacia el deceso del ex mandatario, se enfocó en resaltar los supuestos elementos positivos de Sebastián Piñera en tanto político, presidente, y líder de grupo.
Lo anterior, apegándose a la lógica, resulta obvio. Los In Memoriam de un recién fallecido, con sentidos testimonios de sus familiares más cercanos, ex colaboradores, compañeros de ruta en la política y los negocios, los honores que le corresponden como ex jefe de Estado, e incluso el despliegue logístico en su velatorio en el salón de honor del ex Congreso Nacional, no constituyen, de suyo, un análisis historiográfico o político de su trayectoria, sino que no mucho más que la despedida a un personaje público que concitó la atención y afecto de un grupo determinado dentro de la sociedad, que probablemente lo llora, mientras el resto le entregó, como último gesto de despedida, el mismo desprecio que le prodigó en vida.
Y es también obvio que, en la hora póstuma, los análisis del carácter del ex presidente, también tomen la palestra. Hombre complejo, con una dilatada trayectoria en el mundo de los negocios donde traspasó en innumerables ocasiones no sólo la normativa, sino que además los límites éticos al momento de conducir sus empresas. Una carrera política errática con aciertos y errores, e incluso operaciones de inteligencia para desacreditar a contemporáneos, y un estilo disruptivo y obcecado que no sólo lo llevó a ser uno de los hombres más ricos de Chile, sino que además a ganar la primera magistratura en dos ocasiones.
Y es ahí donde se pondrá, probablemente, el foco en los años venideros.
La perspectiva del tiempo pasado nos entregará, probablemente, la noción de que Sebastián Piñera no está entre los 10 políticos más importantes de nuestra historia. Como empresario, para bien o para mal, su huella tampoco se advierte profunda. La historia de Chile está plagada de personajes como Sebastián Piñera, con impronta de millonario aventurero y alma de tahúr, cuya compulsión por el dinero marcaría su destino incluso después de más de 30 años de carrera política.
Como presidente, el legado de Sebastián Piñera es el de los 40 muertos y más de 500 amputados, además de las víctimas de ataques de perdigones, del Estallido Social. Crímenes de Estado que ya completan 4 años en etapa de investigación sin resultados concretos. No hay en su gestión como jefe de Estado, en dos periodos, un rasgo más potente que el de ser el responsable político de las más graves violaciones a los Derechos Humanos ocurridas en Chile desde la dictadura de Pinochet.
Nada de lo que hizo igualará jamás la estampa ensangrentada de su segundo mandato, más allá de los intentos, vanos, entendemos, por atribuirle éxitos que no son suyos, valores de los que carecía en su comportamiento como personaje público, virtudes que lo eludían y atributos que, simplemente, no poseía.
Resulta improbable que Sebastián Piñera llegue al panteón histórico – político de nuestro país. Su memoria solo será perenne, en las familias de las víctimas de los crímenes que se cometieron durante su mandato.
Ahí está su verdadero legado.