Por Maximiliano Sepúlveda R.
El pasado miércoles 30 de noviembre falleció, a los 100 años, el ex secretario de Estado Norteamericano Henry Kissinger. Influyente hasta sus últimos días como asesor de jefes de Estado, conferencista, brillante escritor y analista excelso, Kissinger, quien sirviera en las administraciones de Richard Nixon y Henry Ford, pasó a la historia como uno de los mayores genocidas del Siglo XX.
Su biografía oficial es conocida, nacido en Baviera, Alemania, en 1923, huye a Estados Unidos junto a su familia a la edad de 15 años para instalarse en Nueva York. Una vez allí, su proverbial timidez le impide socializar en la escuela secundaria, razón por la cual jamás pierde el marcado acento bávaro que conservó hasta el fin de sus días. Sería este peculiar rasgo el que lo hace idóneo para ser reclutado por el ejército norteamericano como interprete alemán de contrainteligencia en 1943. Con este nombramiento, y habiendo recibido recién la nacionalidad norteamericana regresa, con 20 años, a Alemania, donde tiene una participación decisiva en los interrogatorios a los oficiales del Reich capturados por los aliados.
Hábil, sigiloso y muy dotado intelectualmente, logra hacerse un nombre en la naciente comunidad de inteligencia. Siempre cerca del poder, regresa a Estados Unidos una vez finalizada la guerra, becado en la Universidad de Harvard, donde se gradúa en Ciencias Políticas en 1950 con todos los honores. Completando maestría y doctorado, se suma al cuerpo docente de la prestigiosa facultad en 1954.
Sus éxitos académicos le mantienen en el radar del poder, convirtiéndose en pocos años en el orejero mayor de las grandes ligas de la política en Washington, donde es nombrado asesor de Seguridad Nacional por Richard Nixon en 1969, ascendiendo a Secretario de Estado en 1973.
A partir de ahí, su larga carrera de villanía toma un impulso definitivo.
Kissinger encarnó en nivel máximo el pragmatismo más puro en lo que se refiere a política internacional, donde la búsqueda del “poder puro” es lo único importante. Tan brillante como inescrupuloso, el secretario de Estado estrella de la guerra de Vietnam sólo buscaba resultados sin importar las consecuencias. Es así como impulsa una de las mayores masacres del siglo XX: La operación “Menú”, donde bombarderos B-52 arrojaron alrededor de 270 millones de bombas de racimo sobre Laos y Camboya entre 1969 y 1973, arrasando con campos de arroz y localidades enteras, asesinando a centenares de miles de civiles.
En América Latina, Kissinger también deja su huella indeleble, con su sostenido apoyo a las dictaduras militares. En 1976, visita Chile para reunirse con Pinochet. En la reunión, hace gala de su estilo, advirtiéndole al tirano que el Departamento de Estado norteamericano está preocupado por la “situación” de los Derechos Humanos… pero le entrega todo su respaldo.
Intereses sin ideología, inteligencia sin escrúpulos, resultados por sobre todo, son algunos de los rasgos que se le atribuían al sempiterno asesor. Ejemplo de esto, es la apertura hacia la China de Mao Tse Tung hacia mediados de los ´70, gestiones cuyo epítome es la histórica visita de Richard Nixon a ese país en 1972, abriendo una nueva era de relaciones diplomáticas, anticipando el inicio de la era global por sobre los bloques de la Guerra Fría. Por supuesto, la pregunta surge espontánea: ¿Había gran diferencia entre la China de Mao y la Unión Soviética de Brèzhnev?, no. Pero el alejamiento chino del bloque liderado por los soviéticos abría una posibilidad de aislar a Moscú y Kissinger no la dejaría pasar. Nada más.
Luego de salir de la Casa Blanca, Henry Kissinger funda una consultora, manteniendo su renombre mundial dictando charlas, asesorando gobiernos y escribiendo numerosos libros sobre diplomacia y relaciones internacionales. Sus no pocos admiradores, le reconocen un talento literario y erudición fuera de toda duda, y más allá de que muchas de sus conclusiones carecen de toda brújula moral, sigue siendo lectura obligada de consulta para analistas internacionales y expertos en defensa alrededor del mundo.
Jamás respondió por sus crímenes. En 2001, cuando iba a ser requerido por la justicia francesa por su apoyo a la brutal dictadura chilena, abandonó el país. En entrevistas, asumió la postura de un carcamal irredento, respondiendo evasivas, escudado en la cantidad de años pasados desde los crímenes de guerra por los que era inquirido, asegurando que sus acciones eran “pasos necesarios”, entre otras perlas sacadas directamente del catálogo de los genocidas del primer mundo, que no cargaron un machete ensangrentado, asolando campos y sembradíos en alguna aldea remota, sino que tomaron decisiones que acabaron con la vida de cientos de miles de inocentes, torciendo la historia de países enteros para siempre, tomando desayuno en la Casa Blanca o firmando documentos frente a una decena de adláteres en los impolutos salones del Pentágono.