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Editorial | 50 años del golpe: Una escena de opereta

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A lo largo de las ediciones de esta publicación hemos enunciado, con niveles variables de desarrollo dependiendo del caso, que uno de los orígenes de la falta de una verdadera cultura de los Derechos Humanos en nuestro país, reside en los pactos de impunidad de la Transición, o post dictadura.

El vacío simbólico, político, cultural, e incluso moral de este elemento, central de toda sociedad moderna, habría tenido su fuente en la relativización respecto de lo que ocurrió en Chile durante la dictadura. Las sombras de los últimos años del régimen, el rol de los partidos recién rearticulados, la transa que habría hecho posible el fin del ciclo militar de la dictadura, etc.

Actores claves del periodo, como Eugenio Tironi, por ejemplo, han señalado públicamente en las últimas décadas que la Concertación jamás tuvo por objeto transformar la sociedad chilena, retrotraerla a los valores que la formaban antes del golpe, derribar los pilares del modelo económico e institucional de la Junta Militar, ni menos hacer una “contrarrevolución” que sobrescribiera el nefasto germen del integrismo fanático ultraconservador que Jaime Guzmán había proyectado sobre nosotros y nuestro futuro.

Se trataba, simplemente, de crear una alambicada estructura de negociaciones políticas, que tuviesen como resultado que Pinochet prefiriese iniciar un proceso de restauración institucional con él como protagonista estelar.

Utilizando el impetuoso lenguaje neoliberal que irrumpía vigoroso a fines de los ´80, hacerle una mejor oferta que lo vistiese de estadista, de jefe de Estado, dejando atrás el atuendo sepia del tirano pasando revista a las tropas bajo el sol de Antofagasta, o inaugurando puentes vestido de gris, con las manos en los bolsillos.

Ese relativismo, esa continuidad forzada, esa idea de que es posible terminar con una dictadura sin un quiebre radical entre un sistema de valores donde la tortura, el secuestro y el asesinato son acciones políticas, y uno donde esas acciones sean moralmente inadmisibles es, más que probablemente, una hipótesis aceptable respecto al origen del problema.

Todo lo anterior emerge, querámoslo o no, en cada conmemoración del golpe de Estado. La escena se despliega en un espectáculo tan grotesco como multifocal, con el gobierno (el que sea), buscando darle un marco oficial a la conmemoración, y además entregando recursos para que las organizaciones puedan impulsar sus propias jornadas, reflexivas, expresivas, etc. Las organizaciones, tironeadas por cercanías cíclicas con la administración de turno, deben lidiar con la progresiva transformación de la Memoria en mero ritual, con el extenuante ejercicio de no ver contaminado su accionar con la política contingente, resistiendo toda suerte de embates y groserías en los medios, y en el bufonesco espectáculo que se monta en la Cámara de Diputados. La derecha, indisolublemente ligada al pinochetismo, sin capital cultural ni capacidad intelectual para comprender las complejidades de nuestro tiempo, toma dos vías, utilizar la fecha para demostrar sus pruebas de fuerza pedestres, o simplemente publicar una declaración que pudiese haber sido escrita, ironías cronológicas aparte, un martes cualquiera.

¿Qué nos deja todo esto? Probablemente, nada. Formar una sociedad moderna a punta de efemérides y reels de Instagram, sin haber hecho una reflexión de fondo, no dejará nunca de ser una estela fugaz, como un adolescente rebelde de vida acomodada que ha decidido enfrentar a su padre afeitándose la cabeza o clavarse un piercing en un sitio antirreglamentario.

Una rebeldía de opereta, de pañuelos de colores en las calles, de miles de fotos con los puños en alto, de placas en las paredes.

Emotivo, pero no por eso menos ridículo.

La Memoria, la construcción de una verdadera cultura de los Derechos Humanos, la certeza de que hay cosas que son inaceptables. Esa conmemoración, sigue pendiente.


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