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Editorial: Ley de indulto a presos de la revuelta: La desidia como fracaso y garantía de repetición

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En las últimas semanas, el proyecto de ley de indulto continuó su tránsito, con paso moribundo, hacia el receso legislativo sin mayores señales de cuál será el resultado final de la tramitación, si es que lo hay.

Hasta ahora, la actualización más vistosa de la iniciativa ha sido la indicación sustitutiva que convirtió el proyecto, que estuvo meses inerte en los escritorios del Senado, en una Ley de Amnistía, acompañada de una lista de delitos y faltas menores de orden público callejero -nada que no ocurra en una feria navideña, una buena ramada sureña, una fiesta de verano o incluso el vértigo de la compra de útiles escolares- para amnistiar. Dejando afuera figuras jurídicas claves para dar solución política a un problema político (Ley de Control de Armas, Maltrato de Obra a Carabineros y PDI, Ley de Seguridad del Estado y robo en lugar no habitado).

En la Cámara Alta, donde la iniciativa no tiene respaldo asegurado, ya se comienza a configurar un engendro común en nuestros cambios de ciclo legislativo: La prisión política no es un problema humano, moral o político, ni siquiera de justicia u orden público: es una moneda de cambio. Un problema que el nuevo gobierno no quiere heredar, una excusa para exigir condiciones en cuestiones ulteriores, un tema para las redes sociales, para el surgimiento de nuevos voceros. Un magnífico velero de brilloso mástil que se hunde lentamente en la bahía a vista y paciencia de su capitán y tripulación.

De las promesas hechas, poco queda. De los compromisos de campaña, menos. Del indispensable debate que la sociedad chilena debe tener respecto al rol de la protesta social, del derecho humano de las personas a rebelarse contra la injusticia, traspasando a veces los límites de una jurisprudencia que no fue concebida pensando en ellos, y de la violencia criminal del Estado a través de sus fuerzas policiales, sólo columnas de opinión en alguna esquina de internet. De cómo llegamos aquí, ni la sombra. Del futuro, nada.

¿Volveremos a pagar el alto precio de volver a tirar los Derechos Humanos debajo de la alfombra? ¿Volverá la Memoria, la Justicia, la Verdad y la No Repetición a ocupar un lugar casi folclórico en nuestro calendario de efemérides políticas, llenando pancartas, chapitas y poleras bajo el sol de las marchas? Todo parece indicar que sí.

No escuchamos a los presos de la revuelta ni a sus familiares. No sabemos cómo seguirán adelante o cómo retomarán una vida interrumpida de forma brutal e irreversible. No superamos la lógica del Estado Policial ni las doctrinas de enemigo interno que campean en nuestro sistema jurídico. Hasta ahora nuestro máximo logro como sociedad es que los cada vez más sofisticados carros antidisturbios, ya no son verdes.

 Las víctimas siguen al margen de las prioridades, convertidas en una abyecta anomalía con la que nadie quiere tratar. ¿Los victimarios? Solaces en sus casas, puestos en investiduras, desfilando sus orgullosos ribetes dorados en ceremonias oficiales, en el Tedeum, en la Parada Militar y en el cambio de mando. ¿Los demás? Un complaciente silencio. 50 años después, nuevamente habrá algo de lo que nadie quiere hablar bullendo en el pavimento, esperando a explotar, obligando a todos a fingir sorpresa, y a volver a tratar de vender esperanza.

  • Editorial, publicada en la edición 09-Enero 2022

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