2021 nos dejó un saldo inédito en materia electoral. Si nos atenemos a un resumen estricto, un ciudadano o ciudadana chileno/a pudo haber participado en, al menos, 8 votaciones en sólo un año: Alcaldes, concejales, gobernadores y consejeros regionales. Convencionales constituyentes generales y para escaños de pueblos originarios, además de primera y segunda vuelta presidencial. Afuera quedan los procesos de primarias, reservados para militantes, e independientes, y segunda vuelta de gobernadores, que no se dio en todas las regiones. 10 procesos eleccionarios (o más), que darían lugar, se nos ha dicho, a un nuevo mapa de poder en nuestro país.
En términos de resultados y participación la ciudadanía parece haber tomado también direcciones dispares e inéditas. En un extremo podríamos colocar la elección de gobernadores, alcaldes y convencionales, constituyentes generales y reservados, donde la derecha y los bloques tradicionales de la Transición obtienen resultados paupérrimos, dando lugar a independientes y formaciones políticas de menos de 10 años de antigüedad. La vuelta de mano, sin embargo, vino en parlamentarias y presidenciales, en las que la derecha restituyó sus números del SI y el NO, y donde pese al abrumador triunfo de Gabriel Boric, José Antonio Kast terminó con una de las votaciones más altas de un candidato presidencial perdedor en nuestra historia, además de una posición prevalente para que su sector tome la presidencia del Senado en el primer (y decisivo) año de la próxima legislatura.
Instalada la escena, procede la pregunta: ¿Los caminos de cambio, demográfico, cultural y político que surgen de la promesa electoral, nos llevarán realmente al proceso transformador que tanto anhelamos?
Hasta ahora, el proceso político chileno de los últimos meses ha dado lugar al resurgimiento de una ultraderecha plenamente instalada en el espacio público. Armada de un discurso odioso e insultante, que estaría proscrito en cualquier democracia moderna, los herederos del pinochetismo, insuflados por los medios de comunicación tradicionales y su dócil tribuna, y las redes sociales, posan de demócratas porque era más práctico dar señales de confianza al mercado que plantar cara al fascismo.
Por otra parte aquellos que, supuestamente, lograron jubilar a dos generaciones enteras de la primera línea política, han gastado sus primeras y más simbólicas horas prestando oído y atención a figuras directamente responsables de violaciones a los derechos humanos ocurridas en democracia, la depredación del medioambiente, la consolidación del modelo privatizador de la dictadura, la sujeción inmoral al avance de los derechos de las mujeres y minorías, y la militarización de la Araucanía, entre otras “deudas” y “zonas grises”.
Se insiste en que se deben enviar señales de tranquilidad, comprometer estabilidad y garantías de progreso, pero ¿A quién se debe tranquilizar?, ¿A las víctimas de la violencia estructural del Estado o a quienes la perpetran?, ¿A quienes son abusados o a quienes cometen los abusos? ¿A quienes llevan décadas esperando o a quienes llevan décadas saltándose la fila? ¿Podemos hablar de cambios de forma y fondo cuando las primeras definiciones políticas de peso tras la elección se entregan desde el mismo foro de siempre, la edición dominical de El Mercurio? ¿Asistiremos a un proceso de desmovilización 2.0?
Nuestro proceso de cambios podría, perfectamente, convertirse en un gran tigre de papel. Trepidante, majestuoso y colorido desde lejos, feroz y amenazante a la vista (especialmente desde el oriente), con afilados dientes y garras, presto a romper en desgarro el Antiguo Orden pero, al fin, nada más que una escultura de papel pintado. Casi un adorno, relleno de las mismas fórmulas, prácticas y resultados de siempre.
Si lo único verdadero es lo que podemos construir (o destruir) con nuestras manos, la interrogante está abierta respecto al porvenir de los símbolos que hemos construido, los materiales que los componen, y el camino que deben inspirar, que debe ser construido igual como se destruyó el anterior: ladrillo a ladrillo.
Ya sabemos quienes ponen la sangre, y mucho más, en muchos casos, y quien pone las promesas, y no mucho más, en otros. Esperemos que el camino por el que nos lleven sea el que hemos pintado con tanto afán en las rayas de nuestro espléndido tigre de papel.
Que no se decolore cuando llegue marzo y el otoño. Cuando la Esperanza que se vendió se vuelva obligación y las jóvenes masas movilizadas empiecen a cobrar lo que, se supone, valen esos 10 votos.
Editorial revista Grito N°8-Diciembre 2021
*Foto: Referencial, Acemedia Comunicaciones
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