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Editorial/ Mejor no hablemos de fascismo

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Resultados en mano, la noche del pasado domingo 21 de noviembre entregó una sentencia que   pareció   sorprender   a   algunos:   la   opción   presidencial   de   ultraderecha,   fascista, homofóbica, xenófoba y apologética del pinochetismo, (descripción que sólo usa la prensa extranjera), obtenía un importante triunfo en la presidencial,  quedando  en posición  de ventaja frente al balotaje del próximo 19 de diciembre, además de sendas votaciones en regiones,  zonas  rurales  y  La  Araucanía,  que  posicionan  a  esta  fuerza  política  en  un  lugar estelar.

En periodo electoral, los números no dejan derecho a réplica: La norma es el pragmatismo y la regla número uno de la dimensión electoral de la política se impone sobre otras consideraciones  más  “abstractas”:  Las  elecciones  son  para  ganarlas,  y  para  eso  hay  que “salir a buscar votos perdidos”, “sumar más allá de nuestras fuerzas”, “generar certezas de transversalidad”,  “salir  a  hablar  más  allá  de  nuestro  lenguaje”  (se  agradecería),  etc.  Todas recetas  conocidas  y  apegadas  al  manual.  Sin  embargo,  sólo  una  quedó  fuera,  sin  mayor aspaviento o protesta: No hablemos de fascismo.

¿Cuál es la justificación que entregaron las agobiadas huestes de la opción de centro- izquierda?:  En Chile,  salvo un grupo de “progresistas”  o moderados,  informados,  “cultos”  o “conectados con nuestra historia reciente”, que además ya estarían a bordo de la candidatura de Apruebo Dignidad, la mayoría verá el término fascista como un ataque o un insulto artero y antidemocrático. O no lo van a entender, o no les importa.

Esto nos lleva a una constatación que, una vez más, quedará silenciada tras el fragor de los últimos días de campaña electoral: Vivimos en un país que tolera el fascismo. Años de impunidad,  “equilibrios”  y  empates  han  dejado  su  huella,  y  hoy  quien  busque  cerrar espacios al fascismo  pinochetista,  es el antidemocrático, el no tolerar  que  apologetas  de la dictadura se sienten a la mesa del espacio público, es intolerancia, y todo aquel que levante la voz, indignado ante la homofobia, la xenofobia, el racismo y el machismo, es el insolente.

Es el país que hemos construido, es lo que hemos hecho de nosotros mismos. En Chile no suena ridículo que, para contrarrestar una candidatura neonazi, por ejemplo, no sea “práctico”  apelar  al  neonazismo,  sino  presentar  un  plan  económico  mejor  que  el  de  ellos. Aquí debemos esforzarnos el doble para ser capaces de aparecer como mejores garantes de  certezas  que  quienes  defienden  a  Krassnoff  o  justifican  los  fusilamientos  de  Pisagua. Para ser mejores candidatos que ellos, hay que ganarles “en el terreno de las ideas y las propuestas que conecten con la ciudadanía».

Más allá de los resultados de  la  segunda vuelta -o  incluso del próximo gobierno y  sin duda la próxima legislatura-, el fascismo está instalado en Chile. Es parte de nosotros y goza de buena  salud  en  nuestros  espacios  de  discusión  y  en  los  medios  de  comunicación.  Puede incluso que sea uno de los orígenes de la altísima abstención. Quizás llevamos demasiado tiempo mirando el horror a la cara, para luego llamarle “exceso”.


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