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Análisis / Eichmann en Jerusalén: Hannah Arendt y cómo el fascismo penetra en las sociedades

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Por: Maximiliano Sepúlveda R.

La historia es conocida: Entre abril y junio de 1961 la filósofa alemana Hannah Arendt asiste, en calidad de cronista para  el The  New  Yorker,  al juicio celebrado en Jerusalén contra Adolf Eichmann, uno de los mayores criminales de guerra del régimen nazi, responsable de la muerte de millones de judíos y arquitecto del Holocausto. Eichmann, había sido secuestrado por el Servicio Secreto Israelí, el Mossad, en Buenos Aires, y trasladado a Israel de forma clandestina. Allí enfrentaría un juicio y, finalmente, la horca.

Sus notas y artículos sobre el proceso, se convertirían en el libro más famoso de la  autora,  y  uno  de  los  más  citados  (y  mal  citados):  Eichmann  en  Jerusalén:  Un estudio sobre la banalidad del mal.

Desde  un  primer  minuto,  las  reflexiones  de  Arendt  generaron  controversia.  Sus conclusiones respecto a Eichmann, y el agudo y frío grado de detalle con el que describe no sólo el ascenso de  la  maquinaria nazi, sino la  forma cómo se  instala en la sociedad alemana, no dejaron indiferentes a una opinión pública mundial donde los horrores del Holocausto aún estaban presentes.

Las conclusiones de la destacada pensadora retumban hasta nuestro tiempo, y elevan preguntas más que pertinentes en momentos en los que  el  fascismo campea en América Latina y Europa, especialmente desde el  inicio  de  la pandemia  y  la  crisis  migratoria.  La  facilidad  pasmosa  con  la  que  el  fascismo  se instala en nuestras sociedades, la desidia con la que normalizamos lo más aberrante y el desinterés manifiesto por construir una verdadera cultura de protección a las minorías, parece seguir la línea de Arendt en Jerusalén, quien sentada en el tribunal frente a Eichmann hace 60 años, sin más armas que una libreta de apuntes y una mente especialmente dotada, describió, para todos nosotros, a uno de los mayores criminales de guerra de  la  historia, como un hombre común y corriente, con una inteligencia promedio, alejado de todo fanatismo y que, para colmo, aseguraba jamás haber cometido un delito.

En el estudio previo de Daniel Rafecas, publicado en la edición en español de Eichmann  en  Jerusalén,  se  aborda  una  cuestión  fundamental:  “Arendt  razona  de la  misma  forma  que  los  jueces  en  la  sentencia:  El  grado  de  responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal”.

Más  adelante,  asume  que  “todo  juicio  público  tiene  un  elemento  teatral.  El acusado debe sufrir por lo que ha hecho,  no por  los  sufrimientos padecidos por otros en virtud de sus actos”, y que pese a lo complejo del proceso y la atrocidad de los cargos, Eichmann debe recibir justicia, no venganza.

Arendt prosigue en su análisis,  indicando  que  Eichmann  no se consideraba culpable ante la ley, ya que  según  el ordenamiento  jurídico  nazi  no había cometido ningún delito, sólo había ejecutado “actos de Estado”, y además estaba obligado a obedecer órdenes,  inmerso  en un sistema  donde  el cumplimiento  de las mismas era premiado, y la desobediencia, castigada.

Luego,  se  sumerge  en  esta  suerte  de  “fábula  del  hombre  común”  que  quiso articular la defensa del ex jerarca y que, pese a ser verosímil, fue rápidamente descartada por el tribunal: “Eichmann no constituía un ejemplo de antisemitismo, y sus evaluaciones siquiátricas daban como resultado el perfil de un  hombre normal, con vínculos afectivos promedio y una relación estable con su familia. No era un fanático del nazismo, ni de ninguna otra doctrina”.

Sin  embargo,  agrega  la  autora,  “nadie  creyó  en  el  perfil.  Era  imposible  (o  al menos imposible de creer) que una persona normal, es decir, no un débil mental, un  cínico  o  un  doctrinario,  fuese  incapaz  de  distinguir  entre  el  bien  y  el  mal.  En un régimen como el nazi, solo las personas extraordinarias podían reaccionar normalmente, el resto suele internalizar en silencio el orden  que  le rodea,  por muy perverso que fuere».

En este punto se hace pertinente relevar un extracto del discurso del fiscal Hausner:  “Los  cómplices  de  Eichmann  no  fueron  gánsteres  ni  hampones…  pronto descubriremos  que  médicos,  abogados,  profesores,  banqueros  y  economistas integraron   grupos   de   exterminio.   No   decidieron   matar   a   los   judíos,   sólo   se concertaron para planear las medidas exactas para cumplir  las  órdenes planeadas por Hitler”.

A partir de ahí, Hannah Arendt abre un camino de exploración hacia la banalidad y la normalización del mal,  señalando  incluso  que,  habiendo  transcurrido  años tras  el  fin  de  la  guerra,  todos  los  involucrados  parecían  siempre  querer  mirar, pertinazmente,  hacia  otro  lado:  “La  actitud  del  pueblo  alemán  hacia  su  pasado, que tanto preocupó a los expertos en la materia antes del juicio de Eichmann, difícilmente   pudo   quedar   más   de   manifiesto:   El   pueblo   alemán   se   mostró indiferente, sin que al parecer, le importara que su país estuviera infestado de asesinos de masas,  ya que  ninguno  de ellos  volvería a cometer  nuevos asesinatos por su propia iniciativa”.

Así,  la  tesis  de  los  hombres  comunes  vuelve  a  tomar  vigor:  Los  genocidas  solo eran  dentro  del  contexto  de  una  política  criminal.  Fuera  de  ella,  volvían  a  ser gente  común  y  corriente:  Hombres  y  mujeres  sin  impulso  homicida  ni  fantasías sicóticas de exterminio étnico. La cita siguiente, no hace sino confirmar el punto: “ El 1 de septiembre de 1939, al estallar la guerra, la Gestapo y las SS se fusionan, creando  la  RHSA,  Oficina  Principal  de  Seguridad  del  Reich.  Esto  significó  que centenares de funcionarios de los antiguos servicios públicos y agencias gubernamentales  recibieran  grados  y  títulos  de  las  SS,  en  lo  más  alto  de  la jerarquía nazi. Por lo que se sabe, ningunos de ellos renunció a su cargo o elevó protesta alguna”.

En ese sentido la impunidad, pareció ser un catalizador importante para el olvido: “La  benevolencia  de  los  tribunales  menores  alemanes  después  de  la  guerra, ayudó  a  “desnazificar”  a  los  criminales  nazis.  Erich  von  Dembach-Zelewski,  ex general  de  las  SS,  fue  condenado  a  una  pena  inicial  de  tres  años  y  seis  meses. Más tarde recibiría condena por el  homicidio de  seis personas y  aunque en  1952 se acusó a si mismo, públicamente, de haber  cometido  asesinatos  en  masa, nunca fue acusado”.

El texto también aborda el rasgo característico de la base del partido nazi en los años  anteriores  a  la  guerra.  Al  igual  que  en  la  actualidad,  sus  miembros  decían ser parte de un “movimiento”, por lo que las directrices del partido, e incluso su programa,  no  tenían  relevancia  para  ellos:  “El  programa  del  partido  nazi  nunca fue tomado en serio por los altos dirigentes, quienes alardeaban de pertenecer a un movimiento, no a un partido. Lo que significaba que no podían quedar sujetos a  programa  alguno.  Los  que  tenían  más  presente  los  puntos  del  programa  de gobierno   nazi   eran   quienes   lo   padecían.   Para   los   miembros   del   partido   no constituían limitante alguna y eran sólo una concesión que se hacía hacia el sistema partidario”.

Asimismo, los moderados socialdemócratas, pronto  abandonarían  una  posición activa  frente  al  antisemitismo,  para  acomodarse  en  la  normalidad  del  statu  quo: “La mayoría de los  intelectuales  moderados  abandonaron  rápidamente  la causa de la lucha contra el antisemitismo. La socialdemocracia alemana haría lo mismo a   poco   andar.   El   común   de   la   gente,   que   no   estaba   familiarizada   con   el totalitarismo, desechó el discurso antisemita por considerarlo mera propaganda”.

En este sistema, las víctimas son la anomalía,  no el sistema  que  causó  su desgracia.

Los alcances de esta normalización traspasaron largamente las fronteras de Alemania:   “Cuando   los   gobiernos   de   Polonia   y   Rumania   hicieron   sendas declaraciones públicas señalando que también buscaban  deshacerse  de  los judíos.  Ante  la  indignación  mundial,  alegaban  no  entender,  ya  que  decían  estar solamente siguiendo el ejemplo de una nación “grande y culta”.


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